Cuando hay tormenta, los árboles a pesar de su firmeza, ceden. Se rompen, se caen.
Cuando hay viento las copas son las que más sufren, las que se llevan el primer impacto.
Cuando hace sol, los árboles protegen con su sombra a otros pero cuanto más cubren a los demás, menos protegidos están ellos mismos.
A medida que avanzan en edad pueden enfermar, pueden sufrir daños que se reflejan en heridas en su corteza.
Pero aquello que siempre permanece seguro, son sus raíces.
Porque también crecen, se tornan en nuevos caminos, y se encuentran con obstáculos, pero al final no hay nada que consiga pararlas.
Ni una loza de cemento les impide salir a manifestarse en plena ciudad.
Y esa es la parte más importante del árbol y de cualquier ser.
El núcleo, el corazón, el lugar seguro.
El que se encarga de alimentar, de nutrir y de proporcionar vida, a pesar de los cambios que el entorno le tenga preparado fuera.
Y es en ese preciso lugar donde siempre hemos sido, seremos y volveremos a ser, como los árboles.
Porque nuestras raíces, aunque invisibles siempre serán el mejor lugar donde volver y desde el que crecer.
