Relato de un lugar maravilloso

por Auro

Desde que despertó ese día, su mirada iluminaba cualquier rincón al que dirigía sus grandes ojos. Un estado de nerviosismo recorría su cuerpo internamente como pocas veces antes había sentido.

Ya no sólo estaba feliz por despertar en un lugar diferente que apenas estaba descubriendo, en un país lleno de cultura, respeto, tranquilidad y felicidad. Un país en el que cada sitio visitado, a pesar de ser una gran ciudad, se les mostraba como un entorno de lo más familiar y peculiar, en el que convivían distintas tendencias, personas, música y ambientes, pero en el que existía el respeto y la tolerancia como base para la armonía de todos y cada uno de sus elementos.

Y además de eso, estaba doblemente feliz porque hoy visitarían ese lugar maravilloso que tantas veces había imaginado. Y aunque ya había experimentado la ilusión y la alegría infinita de entrar a un mundo mágico el año anterior en su visita a aquel territorio Disney, sabía que esto sería completamente diferente.

A medida que se iban aproximando al lugar, iba sintiendo como su ansiedad, sus ganas, crecían hasta casi desbordarse dentro de sí. Se sentía como cuando eres niño el día de reyes. Esa ilusión infantil, esa alegría que trataba de contener con todas sus fuerzas por esa vergüenza adulta inútil aunque su sonrisa delatara la explosión de sentimientos que habitaba en ese momento en su ser.

Y así fue como entraron en el parque, aún en el bus. Y su corazón saltaba con cada latido cuando vio al primero de ellos. Fue una experiencia única desde el principio. Entró a ese lugar sagrado que pronto se convertiría en uno de sus lugares preferidos del mundo: el parque de Nara, con sus habitantes especiales, sus ciervos y ciervas.

Y aunque a algunos pueda resultarle exagerado, para ella no lo era, nunca lo es. No lo es cuando se trata de ellos, de los animales. Esos que acompañan nuestra vida desde los inicios y a los que poco a poco hemos ido ahuyentando de cada lugar para relegarlos a una escala inferior de seres vivos, tristemente cada vez más despojados de derechos.

Y es que para ella fue indescriptible. Verlo, verlos. En grupo, en solitario, bajo la sombra de un árbol, en el sol, mojados por el agua del río, siendo ellos. Siendo libres. Y esa libertad precisamente fue lo que la hizo emocionarse hasta el punto de sentir sus ojos llenos de lágrimas de felicidad. Porque veía cómo convivían con los humanos como uno más, cómo eran los habitantes principales de aquel lugar y ellos, los humanos, éramos meros espectadores de su forma de vida, de su actividad.

Porque los ciervos marcaban los pasos que querían en su camino. Porque acudían a ellos, interesadamente en busca de galletas, pero sin rencor y con el respeto que tantas veces se nos olvida a aquellos que supuestamente dominamos la palabra y la empatía. Saludaban con el respeto que habían visto a su alrededor, y hacían su petición, pero independientemente de los resultados que obtuvieran, se mantenían cerca, no huían de cualquiera de los bípedos que cruzaban e invadían su entorno y su habitat y mucho menos aún, eran capaces de atacarlos. Convivían sin miedo, con una mirada firme e incondicional en sus ojos, de esas llenas, plenas, de esas que solo ellos, los animales, son capaces de regalarnos.

Y ella se sentía en uno de sus lugares soñados. Porque esa era la sociedad con la que soñaba cada día, dónde humanos y animales, convivían de la mano, siendo sagrados los unos con los otros, no los unos sobre otros. Sintiendo el tacto de su duro pelaje y la suavidad de su interior exenta de miedo, odio o rencor. Sintiéndose rodeados, unos y otros, de amor, de sonrisas compartidas, de miradas que no necesitan palabras para entenderse. Porque al final expresan un único sentimiento: respeto.

Porque deseaba con todas sus fuerzas que el resto del mundo sintiera lo que ella era capaz de estar sintiendo en ese momento, y fuera capaz de ver lo que sus ojos le mostraban, más allá del aspecto físico o de la forma en la que caminaban, o de si eran capaces de razonar o no. Eran ellos, eran ellas. Las ciervas y los ciervos, caminando libres, dueños de su destino y respetando el medio igual que respetaban a los visitantes de aquel que era su paraíso.

Y es que una vez más, viéndose así, rodeada de aquellas emociones, de aquella ilusión y de aquella paz y tranquilidad que le regalaba el lugar, se dio cuenta de que quería seguir luchando por eso. Quería seguir avanzando por ellos. Para conseguir que el mundo no se dividiera entre personas y animales, para que compartiéramos derechos, espacios y lugares, para que la sociedad dejara de verlos como seres inferiores y pasaran a convivir con el mismo respeto que ellos son capaces de demostrarnos cada día cuando están libres de miedo y crueldad.

Porque a la vista estaba que, en aquella sociedad, donde esos hermosos seres jamás se verían observados a través de una mira que empujaba por su cañón la bala cruel que pondría fin sin derecho a una vida plena, la felicidad y el respeto se contagiaba y se respiraba en cada uno de los privilegiados que tenían la oportunidad de compartir un momento de su vida con ellos.

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