Hace ya varios años, luché en una guerra.
Una guerra que en lugar de heridas en la piel, deja cicatrices en el corazón.
Una guerra que no necesita las armas más potentes ni las manos más expertas para asestar los peores golpes.
Y es que hace años sufrí acoso. En el instituto. Acoso.
Y esa fue la guerra que hasta años después no supe definir como lo que fue.
Porque cada día era una batalla, por mantenerme fiel a mi misma a pesar del dolor y las lágrimas por cada humillación, cada burla, cada vacío.
Una batalla para luchar contra la incomprensión, la ignorancia, la soledad y el desprecio.
Y perdí muchas batallas en aquella guerra, porque aprendí a renunciar a mi voz y a optar por la falsa protección que me otorgaba el silencio.
Porque aprendí a ser invisible y a no mostrar la luz que yo veía como vulnerabilidad.
Porque aprendí a tener miedo de sentir y de amar sin complejos ni condiciones, creyendo que llegaría siempre la traición y la crueldad en lugar de un final feliz.
Hace algunos años, luché en esa guerra. Y hoy puedo decir que, gracias a esa ancla que siempre ha sido mi familia y aquellos amigos que aparecieron para quedarse, esos incondicionales que supieron ver mi luz, afortunadamente la gané, aunque no sin las secuelas emocionales que abaten mi corazón cuando esos recuerdos vienen a la mente y aquellas que inherentemente se han alojado en mi personalidad.
Y no quiero que nadie tenga que sentirse así. Que nadie entierre en la arena a otros, que pase por encima sin ni siquiera volver la vista atrás en el futuro.
No quiero cómplices que aplaudan las burlas, que secunden los planes, que no pongan cabeza y seriedad a eso que quizá vean como un juego de niños.
Porque no lo es. Porque en un juego nadie sufre, nadie llega al final con lágrimas de dolor ni se siente solo y vacío donde los demás encuentran grupo y multitud.
Paremos esto ya. Eduquemos y enseñemos a que nadie tenga que vivir una realidad tan oscura y diferente en la etapa más colorida e ilusionante de su vida.
