Miedo a lo que pueda pasar.
Miedo a lo que esconde detrás ese síntoma.
Miedo a que la historia se vuelva a repetir.
Miedo a no saber cómo afrontarlo.
Miedo a que se rompa de nuevo el alma.
Miedo a escuchar aquello que sin voz retumba en cada uno de sus pensamientos.
Miedo a que las heridas se vuelvan a abrir.
Miedo a que sea un punto y aparte.
Miedo a que no haya capacidad de reacción, alternativa.
Miedo al miedo. A que sea real o a que alimente la incertidumbre y el dolor hasta que se demuestre que es falso.
Y en el fondo miedo irracional, como la gran mayoría de ellos. Agarrado a un recuerdo difícil de olvidar, a un momento que a pesar de haber luchado con él ha quedado enquistado en su memoria y en su corazón.
Miedo a no saber que ocurrirá aunque se convenza de que es casi imposible que aquello que asalta continuamente su mente cuando se encuentra en ese estado, se repita.
Miedo a tomar esa difícil decisión de que esta vez no hay que dejar que pasado el momento, se refugie de nuevo en el “ya paso” para no abordarlo.
Y aún con miedo, sabe que hay que frenarlo, impedir que crezca más, acabar con la incertidumbre.
Porque conoce a la perfección el único alimento que tiene ese miedo y sabe que la única manera de dejarlo morir es abordarlo de frente, combatirlo, precisamente, sin miedo.
