Sus pulmones se alimentaban a base del poco aire que le quedaba ya por consumir, fruto de los esfuerzos invertidos en aquella maratón en la que ella sola se había propuesto participar hacía ya varios años.
A medida que corría se sentía con menos fuerza y más cansancio, se le hacía más duro dar otro paso hacia delante y la tentación de pararse a descansar y tomar aire crecía más en su interior. Pero sabía que no podía permitírselo, cada segundo era vital para conseguirlo. No sabría como llegaría al final. No sabía si sería capaz de atravesar la meta con una sonrisa, con lágrimas, o si sería incapaz de llegar a ella, pero lo que sí tenía claro es que no iba a abandonar ni a rendirse sin antes haber dado lo mejor de ella.
Hacía mucho tiempo que recorría aquel camino una y otra vez y en todas ellas aunque había logrado atravesar la línea, nunca había tenido la suerte de llevarse el premio.
Aún así no había abandonado nunca la ilusión y a pesar de la monotonía al recorrer el camino, de la vista cada vez más cansada al admirar el mismo paisaje, de las piernas cada vez más pesadas para pisar sobre las marcas que sus pasos habían dejado años atrás, o para evitar pisar las mismas porque la conducían a errores.
A pesar de la frustración que le acompañaba por lo que había perdido, a pesar del tiempo que había invertido, a pesar de las lágrimas que la habían purificado y liberado, a pesar del vacío interior al terminar y no tener nada.
A pesar de la fatiga vital, de los momentos duros, de los “no puedo más”, de los sacrificios, a pesar de todos y cada uno de estos elementos que la frenaban y hacían que el recorrido costara el doble, no dejó de intentarlo, una vez más, al menos una más, como se decía cada año.
Y es que el abandonarlo era más difícil aún que todos esos inconvenientes que se iba encontrando por el camino. Porque abandonarlo significaba renunciar a si misma, a su significado, a su meta, a su búsqueda, a su principio. Porque era un sueño de realidad, una sana obsesión, un punto marcado en su existencia, un límite que deseaba superar.
Porque después de tanto esfuerzo era inevitable no desearlo con más fuerza. Porque la acompañaban la pasión, las ganas, la necesidad, el deseo y la motivación. Porque necesitaba enseñarle al mundo lo que tenía dentro y sobre todo necesitaba enseñárselo a si misma y a ellos, a esos que tanto deseaban que alguien les dedicara esa pasión y confianza al menos una vez en sus vida.
Mientras reflexionaba sobre todo ello, al final del camino ya divisaba la meta otro año más y en su interior se mezclaban sentimientos de esperanza, confianza, incertidumbre y temor. Porque no sabía cuantos habrían cruzado la meta antes que ella, ni cuantos conseguirían el premio, ni si ella estaría dentro de los afortunados esta vez. Pero de lo que estaba segura es de que si no lo conseguía, la batalla entre su parte racional y emocional sería la más dura de todas para decidir si volver a participar en la misma carrera, o si por el contrario, renunciar y desviarse por otro sendero.
Pero, ¿y si lo conseguía esta vez? En ese caso estaba completamente segura de que su vida cambiaría para siempre y aunque no sabía cómo estaba exhausta y ansiosa por descubrirlo.
Ya veía la línea y mientras aceleraba sus pasos en un sprint final, sentía el roce de la brisa en su rostro que convertían las lágrimas de sus ojos en plegarias que la ayudaran en el impulso final, que le permitieran no tener que luchar de nuevo la misma batalla ni subir de nuevo los escalones por los que había descendido tantas veces, que le permitieran cruzar la meta para poder disfrutar del camino con tranquilidad, sin tener que volver a correr dejándose la piel y la vida, sin tener que volver a encontrarse a sí misma en aquella horrible oscuridad.
Y sintió como le costó romper la cinta cuando su torso empujado por sus piernas fuertes y fatigadas, por fin lo atravesó. Y de nuevo su mente se vio inundada por la pregunta que se repetía siempre ¿será esta vez?
