Y la costumbre no sustituye a la tristeza que inunda su interior cada vez que se repite de nuevo el adiós.
Y aún siendo habitual, tras haberse repetido más que nunca en este año, no hay vez que no sienta un pequeño desgarro en su corazón.
El trayecto en coche hasta allí hace que lentamente vea cómo se aproxima de nuevo un destino, que aunque desea, arrastra la sombra de aquellos que se quedan al otro lado, esperando con la incertidumbre de no saber cuándo será la próxima vez que vuelvan a estar juntos.
La delgada línea que los separa en el aeropuerto, aquella que les recuerda que aún viéndose a menos de diez metros de distancia, ya no podrán volver atrás a darse un último abrazo. Ese abrazo interminable, necesario, que desearía que fuera un bucle infinito que se repita una y otra vez. Ese abrazo que saben que tanto añorarán hasta la próxima vez, mientras calman sus ansias a través de una videollamada.
Y ya está, se cierran esos días, esas sensaciones, esos momentos. Que aunque sin duda se volverán a repetir siempre, ahí se quedan, guardados, esperando y haciendo planes con la intención de que el tiempo le gane la carrera a la tristeza.
Y aunque saben que no hay distancia que los separe en su interior, ahí está en un avión que se separa del suelo para recordarle que de nuevo, deja atrás aquella gran sombra, a ellos.
Y a medida que se aleja y la humedad salada de sus mejillas se va secando se convence de que podrán superarlo, de que siempre estarán ahí, y de que tan solo están a pocos centímetros de distancia en su corazón.
Y es que la única manera que encuentra de combatir la distancia física es la de refugiarse en su felicidad, en la de saber que se dirige a su hogar, a su vida, a aquella por la que siempre ha soñado y luchado y que ya por fin la tiene ahí, al otro lado. Con ellos, con él.
Y aún así, siempre odiará el adiós, porque aunque sea un hasta luego, nunca ha sido tan difícil despedirse de lo que vive y siempre crecerá en ella.
De ellos, de ellas, del Puerto al que acabante de irse, ya ansía volver.
