Me di cuenta pronto de que había una discapacidad que no aparecía en los libros.
Una discapacidad que no era física, visible o invisible ni tampoco mental.
Una discapacidad que hacía honor a ese prefijo. Que no distinguía a un colectivo pero que, sin embargo, estaba presente en la gran mayoría de la población.
Y es una discapacidad que no brilla, que no esconde historias de resiliencia ni supone un camino de éxito y superación como en muchos de los casos de aquellas personas que reciben oficialmente este diagnóstico.
Y es que existe una discapacidad emocional que no se diferencia en un colectivo específico.
La dificultad de sentir empatía, de mirar a través de los ojos de otro y entender su dolor y preocupación.
La dificultad para compartir, para luchar juntos por una causa aunque no te afecte, primando por el contrario el egoísmo y bienestar individual.
La incapacidad de amar sin condiciones, con límites que no hieran a los demás.
La incapacidad de dirigir únicamente tus sentidos a ti mismo haciendo daño al resto.
Y eso si que es una verdadera discapacidad.
Porque hay muchos discapacitados emocionales, que nunca se concederán la oportunidad de aprender a querer y a mirar a los demás con el corazón y no con los ojos.
