Se despertó y ya podía sentir los nervios y la intranquilidad que la consumían por dentro mientras contaba las horas para que llegara ese momento.
Después de varias semanas buscando, cuando lo vio supo que era él. Sus grandes ojos y su pelaje blanco la hipnotizaron enseguida. Fue uno de los días que se levantó más decidida de la cama y mucho más temprano de lo que habría querido, porque su mente no dejaba de recordarle que aquel era el día que llevaba esperando siempre y tenía que salir todo perfecto.
Preparó toda la casa, una, dos, y tres veces hasta que no le quedo otra que esperar sentada a que pasaran las horas del reloj que parecía que nunca habían ido tan despacio como aquel día.
Y por fin, apareció. Desde que sus ojos se encontraron mutuamente supo que quería cuidarlo y protegerlo para siempre y sintió el amor más profundo que alguien puede sentir cuando sabe que ahora va a haber uno más en su familia. Porque para ella era eso, uno más, tan especial como cualquiera de los otros elementos que la componían.
Y es que desde pequeña había aprendido que el amor más puro, el sentimiento de incondicionalidad, la capacidad de saber que hacer en cada momento y el no sentirse solo nunca lo había conocido a través de los animales. No eran un divertimento ni un complemento a la vida, eran la vida y en ellos habitaban todas aquellas cosas que muchos humanos parecían haber perdido o sustituido. Porque no necesitan hablar para entendernos mejor que nadie, no necesitan pedir un abrazo o una caricia, simplemente saben como conseguirla con una mirada, no conocen la desconfianza y sobre todo, no se sienten obligados a amar o consolar, simplemente lo hacen.
Y allí estaba él, esa bolita peluda e indefensa que no sintió ningún miedo cuando nos quedamos solos y se alejo de aquellos que le habían regalado la vida. Porque todo él desprendía amor, calidez, ternura y curiosidad y por eso no perdió ni un segundo en empezar a conocernos. Empezaron a jugar mientras preparaban el escenario para la sorpresa y en cada movimiento que hacía detrás de su juguete, ella sentía como sus emociones afloraban cada vez más porque en esos pocos segundos ya había conquistado una parte de su corazón y de su nueva vida. Porque sabía que a partir de ahora iban a haber muchos juegos, carreras, intentos por fotografiar todas y cada una de sus posturas, vídeos de sus hazañas, travesuras y mordeduras a modo de despertador, pelos en la ropa y en la casa, maullidos, ronroneos y siestas enroscado entre nuestros brazos dándonos el calor que ninguna otra estufa podría darnos, cuidados, preocupaciones, enfados, arañazos y muchas más cosas…
Pero sobre todo sabía que a partir de ahora su mundo iba a cambiar porque después de haber descubierto ese diamante su brillo jamás iba a dejar de deslumbrar el camino que les conduciría inevitablemente a la felicidad cuando estaban con él.
