La conocí muy joven. Y fue como un flechazo.
Pero no de los románticos sino uno de esos que te atraviesan el corazón.
Entró a mi casa sin llamar, sin sentir el más mínimo respeto por avisar golpeando en la puerta para al menos tener unos minutos en los que “prepararnos”.
Y después del flechazo, del desgarro, dejó un dolor que llegaría para quedarse siempre. En nuestro corazón.
Porque no nos dio ninguna tregua, ningún aviso, ninguna señal. Se que no hubiera sido por ello menos doloroso, pero al menos no hubiera sido tan estremecedor.
Porque así, con 12 años fue como conocí por primera vez a la muerte.
Esa compañera que siempre nos acompaña en la sombra aunque evitemos mirar directamente a los ojos.
Esa que vive invisible entre nosotros hasta que se presenta un día en tu puerta.
Y te rompe. El alma. Para siempre.
Y aunque no fuera la primera vez ni tampoco la última, porque vendrá muchas más veces sin ni siquiera ser invitada, esa vez, no la olvidaré jamás.
Porque fue la primera. Y en esa primera vez, me traicionó.
Me traicionó al no respetar las normas de edad, proceso, o enfermedad. Esas normas que llaman “ley de vida”.
Porque no entraba dentro de lo que habría esperado nunca.
Porque ella, aquella a la que se llevó para siempre, no debería haber estado aún en esa lista.
Ella, que no había conocido aún ni la mitad de la vida.
Ojalá hubieras sido invisible, Silvia, como la muerte, para que nunca jamás, hubiera sido capaz de encontrarte.
