Se despertaba cada mañana cubriéndose con su sombrero para proteger aquella ajada cabeza llena de historias y recuerdos que lo invadían constantemente. Todos los días, sin descanso, dedicaba casi todo su tiempo, en su jardín, a cuidar y contemplar aquella planta de tres flores. Un día, su hija, le preguntó.
- Papá, ¿por qué siempre estás cuidando esas flores? A lo que su padre respondió.
- Hija, las flores siempre crecen en familia, rodeadas por sus iguales. Se nutren de una misma raíz, que aunque sea independiente se entrelaza. También pueden separarse, trasplantarse y ocupar otro lugar donde expandir sus propias semillas. Incluso pueden pasar temporadas ausentes, grises o apagadas, pero con la primavera siempre vuelven a florecer, con su brillo, con su luz. – Y tras una pausa añadió.- Y por eso, cuando miro esta planta, os veo a vosotras, a tu madre, a tu hermana y a ti, mis tres flores. Mi luz.
Su hija, que con aquellas palabras había sentido a su padre tan cerca, después de
hallarse tan lejos, le respondió, con lágrimas en los ojos. - Papá, te olvidas de algo muy importante. Para poder nutrirse y crecer sanas, esas
flores han necesitado ayuda de otros. Y ese otro has sido tú. Si nosotras somos esas flores, si hemos conseguido brillar es en parte gracias a que siempre fuiste, has sido y serás, esa mano que nos regó y que nos cuidó para, incluso, poder expandir nuestras raíces más allá, pero siempre, en familia.
