Me descubrió ella a mí. Un día de esos en los que aquella casa de cemento que habías ido construyendo se transforma de repente en mantequilla.
Y fue un día, en el que apenas unas horas fueron suficientes para darme cuenta de que yo también quería conocerla.
Y así fue como decidí estudiar psicología. No me convertí en psicóloga porque quisiera conocerme mejor a mí misma, ni obtener el super poder de “psicoanalizar” a cualquier individuo que se cruzara en mi camino, con esos rayos X que muchas personas creen que poseemos.
Me convertí en psicóloga porque quería conocer cuál era la mejor manera de ayudarnos y ayudar a los demás, de empatizar con esas situaciones que no podemos inferir de nuestra vida diaria. Porque quería conocer cómo funcionamos nosotros mismos con una base científica.
Porque ser psicóloga no es emitir un juicio sobre una mala o buena conducta, no es dar un consejo basado en tu propia experiencia personal, no es darte cuenta a la primera de las intenciones de los demás, ni tampoco lanzar una afirmación sobre su personalidad como si de un amigo se tratase.
Porque a un médico no le preguntas con sólo verte, si tienes una cardiopatía oculta, o si tus órganos funcionan con normalidad.
Porque asumes que no es una máquina, que necesita un instrumento para poder establecer un diagnóstico, una confirmación. Para poder ayudarte o para salvar vidas.
Y aunque no lo parezca, un psicólogo es exactamente igual. No se trata de interpretar unas palabras al aire mientras tu paciente está recostado en un diván. No aprendemos a descubrir si tienes algún problema mental sin ni siquiera haber sido capaces de observarte. Necesitamos nuestros propios instrumentos y herramientas, que aunque sean invisibles son las que consiguen mostrarnos al menos una parte de lo que la persona siente, sufre o necesita.
Y por todo esto, la psicología me conquistó. Porque es una ciencia que no juzga, que no tiene una respuesta única para el mismo problema, que no busca renuncia, que no busca una respuesta de felicidad, sino que busca aceptación, entendimiento, comprensión y empatía.
Que utiliza las palabras como la única medicina necesaria, y que se focaliza en el principal órgano responsable de coordinar y decidir cómo queremos vivir nuestra vida.
