Una vez, mientras hacía el test de Cooper en educación física, aprendí una de las cosas más importantes de la vida.
Aprendí que lo importante no es el llegar al final, sino el cómo llegas.
Aprendí que la vida no se trata de una carrera en la que se mida la velocidad.
Y a veces aunque pensemos que es mejor un sprint para terminar algo antes, quizá es la estrategia que más nos puede perjudicar para tener un buen resultado.
Porque lo importante es la resistencia. El aguante. El cómo te administres los tiempos, tu tiempo.
Y es que no importa tanto empezar al máximo si en el camino pierdes las fuerzas y tienes que abandonar la prueba.
Y aunque parezca absurdo, ese día aprendí que el objetivo no es llegar a la meta el primero. Que el que más consigue no es quien gana, sino quien disfruta del camino.
Quien se escucha. Quien se entiende y se da tiempo, incluso aunque pase demasiado entre un punto y otro.
Quien sabe cuándo debe parar y cuando puede correr.
Quien sabe que si llegas al final al límite de tus fuerzas, la despedida no será tan agradable.
Y es que no se trata de ser más. Se trata de simplemente ser.
Sabiendo cuáles son tus límites para romperlos o para ajustarte a ellos cuando te sientas en riesgo. Sabiendo que no puedes forzarte tanto como para arriesgarte a parar a mitad de camino.
Sabiendo que los pasos andados no los podrás desandar. Y que el día que mires atrás desde el final, lo que llenara tus pulmones de oxígeno será sentir que a pesar de todo, disfrutaste.
Y ese habrá sido y será siempre el mejor premio.
