Imagina que en el apartado de sucesos, aparece una noticia al margen.
Pequeña, corta, sin importancia.
Donde dice que ha muerto una estudiante en el campus de la facultad cuando volvía de fiesta.
Sin más datos, con una puerta abierta a las especulaciones, juicios y suposiciones de cada lector que fije su mirada en ella.
Con iniciales y edad, insuficientes para identificar quién es para aquel que se entera de la noticia por el periódico, pero excesivamente relevantes para quienes conocían y estaban viviendo la historia de perder a un ser querido.
Imagina ahora un hogar, roto por el dolor de haber perdido a una hija, hermana, nieta, prima, sobrina, de 21 años.
Una familia que no necesita creer una historia de fiesta, alcohol y droga. Una familia que conoce la verdadera realidad, la más profunda.
Que reconoce de sobra las iniciales que se reflejan en aquel periódico, en una noticia falsa y ausente de credibilidad, que no se corresponde en absoluto con los hechos acaecidos.
Una familia que le duele la frialdad y banalidad con la que se trata ese dolor que está desgarrando sus almas, mientras a otros no les tiembla el pulso para escribir una crónica fría y manipulada cuyo único objetivo es crear el morbo y culpabilizar a los hábitos de la juventud de una muerte, injusta pero natural.
Imagina que esto sucedió de verdad. Como tantas otras cosas que vemos en los medios.
Imagina el miedo que crea en el espectador la manera en la que nos presentan la información, sin importar si es verdad o mentira.
Imagina esta realidad. Porque pasa. Ayer, hoy y todos los días.
En cada uno de nosotros está la responsabilidad de asegurarnos de la fiabilidad de lo que leemos, por nosotros, por nuestra salud pero sobre todo por la de los protagonistas o víctimas de esa difamación.
