Desde que nacemos sabemos qué es el dolor, y aunque no lo entendamos, somos capaces de sentirlo.
A medida que crecemos, nos vamos encontrando con el dolor invisible, el que no se ve.
Y es curioso saber que los órganos más importantes de nuestro cuerpo, como el corazón, carecen de receptores del dolor.
Sentimos dolor porque interpretamos que eso es aquello que nos hiere, que nos hace daño, aunque sea invisible.
Tenemos todo un mecanismo que nos ayuda a entender y transformar esos estímulos en dolorosos.
Y en el umbral, aquel que podemos manejar, somos responsables de decidir cuál supera el criterio, cuál es el índice de dolor de cada sentimiento o circunstancia.
Sin duda, el dolor del corazón es uno de los que más duelen. El que hace que sientas ese pinchazo profundo con una decepción, el que oscurece tu interior, el que apaga tu felicidad por un instante.
Y no hay medicamento que lo cure.
Pero debemos recordar, que aunque tiene el poder de herir siendo invisible, también la debilidad de no poder romper o siquiera tocar nuestro corazón y gracias a eso podemos reconstruirlo para impedir que ese dolor crezca en cada latido.
