Una mano, con una arruga por cada línea escrita en el libro de su vida, sostiene una mano como un lienzo en blanco en el que se empieza a dibujar una historia.
Unos ojos, llenos de todo lo que han visto en sus más de ochenta años de vida, mira a unos ojos que aún no son capaces de ver todo lo que le espera en el mundo que le rodea.
Una sonrisa, ajada y experta por todas las veces que ha tenido que sobreponerse en los malos momentos para ganar la batalla a las lágrimas, le sonríe a una sonrisa genuina, pura, inocente, que aún no conoce ni del todo bien el significado de aquel gesto que imita.
Una voz, tranquila y feliz, que tantas experiencias ha contado y que tantos silencios ha apagado, le habla a una voz que aún se comunica con la mirada y con sonidos innatos que no atienden a las reglas de la gramática.
Un corazón que se ha llenado y que se ha roto, late junto a otro corazón que empieza a sentir lo que es el amor.
Uno, anciano, con una vida de muchos años, otro, bebé, con apenas un mes comparten aquel espacio aprendiendo y sintiendo de nuevo lo que es la felicidad.