Y nos volvimos a encontrar. Volviste aquí, arrasando una casa, una familia, y otra vez, sin avisar.
Llegaste silenciosa, sin hacer ruido. Y mientras todos disfrutábamos y vivíamos en la felicidad de pasar tiempo juntos, de celebrar y de querernos, tú ibas haciendo en ella tu cruel trabajo.
Hasta que un día, de repente, nos mostraste de nuevo tu rostro. Así, de sopetón, de sorpresa, sin avisar. Sin esperarlo.
A través de su debilidad, de su cansancio, de sus ojos, de su mirada. De su querer y no poder.
Llegaste y caíste como un peso imposible de sostener, sobre ella, sobre nosotros.
No nos diste tiempo a nada. Apenas un poco más de dos días, para poder asumir que aquello iba a ser una despedida para siempre. Que ese era el final.
Y mientras nosotros rezábamos y sosteníamos su mano para ayudarla a agarrarse a la vida, como hizo hasta el final, tú pudiste más y conseguiste llevarla a tu lado.
Y nos dejaste rotos, con un frío en el alma y en el corazón que a día de hoy, y durante mucho tiempo, o quizá nunca, seremos capaces de calentar.
Nos volvimos a encontrar, muerte.
Y no fuiste para nada bienvenida ni esperada.
Y una vez más, me demuestras que no podemos hacer nada más que mirarte a los ojos y dejarte ir, porque tú eliges y decides cómo y cuando. Que impotencia, que injusto todo.
Te la llevaste.
Y a nosotros lo único que nos queda es vivir con la luz de los recuerdos, con la esperanza del amor que nos dejó, y con las ganas y la lucha que tú le arrebataste, para seguir y para intentar ser felices pegando los pedazos rotos de nuestro corazón.
Solo quería recordarte una cosa, muerte. No ganas. Nunca ganas.
Porque ella se quedará siempre aquí, en nosotros. Jamás soltaremos su mano y saldremos de esta oscuridad que nos dejaste. Juntos.